lunes, 16 de agosto de 2010

Una más...

Por: Giselle Bortot A.

No conozco ni Pasto, ni Ecuador, pero creo que aquella mujer venía de esa ciudad colombiana o de alguna de ese país. Estaba ahí, sentada en el puente por donde transitan cientos de peatones al día, en la mitad de una selva de asfalto que parece todo menos un hogar para ella. Es de esas personas que llegan buscando algo o tal vez, huyendo de algo a la ciudad. Estaba ahí sentada, yo salía de Transmilenio e iba a coger un taxi. Mientras bajaba los escalones su mirada y la mía se cruzaron rápidamente, porque como a la mayoría de personas, nos da impresión ver realidades tan distintas, tan ajenas a las nuestras, pero a la vez tan cercanas, y digo tan cercanas porque cada vez que paso por ese lugar, no importa la hora y el día ella está ahí sentada. En el cruce de miradas ella asomaba una taza naranja y la movía de arriba abajo con unas pocas monedas, yo mientras tanto vi su cara, morena, indígena, algo sucia. En sus ropas, que parecían capas una sobre otra, albergaba un bebé cubierto con una bolsa negra, de las que se usan para echar la basura, para protegerlo de la llovizna que caía en ese momento, como suele hacerlo en Bogotá. Yo caminé rápido, no sabía que pensar, no sabía si darle una moneda o no, no sabía si seguir derecho y no mirarla mucho, al final, terminé solo por mirarla fijamente y seguir derecho. Ese día pensé todo el tiempo en ella, en las condiciones por las que tal vez ha tenido que pasar para estar allí, en el bebé que tenía en los brazos y en lo impotente que era yo frente a esa situación. Por mi parte, fui a la casa de mi tío donde tenía consulta médica, almorcé, acompañé a mi prima a su recital de canto y en la noche volví a la misma estación de Transmilenio donde la había visto por la mañana. Mi sorpresa fue verla ahí todavía, eran las nueve de la noche y ya no pasaban muchos peatones. En ese momento pensé lo mismo que por la mañana,  ¿le doy una moneda o no? ¿Sigo derecho o no? ¿La miro o la evado? Y seguí por el puente hasta entrar a la estación.
Tengo que admitir que desde ese día pienso en eso, me quedó un desazón que siento hasta este momento, porque no sé si hice lo que debía hacer o no, lo que sí sé es que me siento una más de los nueve millones de habitantes indiferentes que alberga Bogotá y una más de los cuarenta millones que habitan en mi país, de esos que en ocasiones preferimos seguir derecho y hacernos los de la vista gorda, de los que pronto olvidamos las necesidades con que viven otros y que nos sumergimos únicamente en nuestro mundo de problemas, tristezas, alegrías y vivencias. 

viernes, 13 de agosto de 2010

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